domingo, 31 de mayo de 2020

Ustedes no conocieron a “Orejitas Jack”


Ustedes no conocieron a “Orejitas Jack”

Mucho tiempo después  de ser “Orejitas Jack” fue “Encho”. Muchos lo conocieron así, como “Encho” en  su vida universitaria y profesional. Era su firma, era su identificación; Encho era el periodista, el especialista en edición de videos (que de alguna manera tuve que ver con eso), el locutor profesional, el especialista en deportes, el fotógrafo, el padre… Encho era un tipo sencillo con una sonrisa eterna, de quien era muy fácil ser su amigo. Ese era el tal Encho.

Pero mucho tiempo antes de ser “Orejitas Jack” fue “Edinsito”. Y muchos otros lo conocieron así, como “Edinsito” en sus primeros años. A esa conclusión se llegaba por una vía muy directa, pues así como al primer hijo de Jorge Chacín, que llevaba su mismo nombre, todos lo conocían como “Jorgito”; así, el hijo mayor de Edison Ávila, que llevaba su mismo nombre, estaba destinado a ser conocido como “Edinsito”. No ocurrió lo mismo con el hijo mayor de Rafael Rivas, porque a este lo bautizaron como Róbinson, y no como “Rafaelito”. “Edinsito” estaba siempre contento, siempre tenía un chiste en los labios, siempre sonriente. “Edinsito” era el hijo, el hermano mayor de Haideína y de Gerardo (o “guarapo” como lo bautizó mi papá), era creativo y alegre. Ese era “Edinsito”.

Pero ustedes no conocieron a “Orejitas Jack”. No estaban en el lugar indicado, en ese momento preciso.

Jorge Chacín (padre), Rafael Rivas y Edison Ávila (padre) solo tenían algo en común: sus respectivas esposas trabajaban en la Universidad del Zulia. Ellas no solo compartían labores, sino que desde un principio tejieron una amistad y una hermandad que se ha mantenido por más de cinco décadas. Así Lilia, Yoly y Haydé, no desperdiciaban un fin de semana largo, una semana santa, un carnaval o unas vacaciones de agosto para sacar a la creciente tropa de hijos de paseo y seguir cimentando esa relación.

De esa manera los Chacín-Rodríguez, los Rivas-Suárez y los Ávila-Villasmil crecimos y viajamos juntos por distintos rincones del estado y del país. Éramos doce muchachos (10 varones y dos hembras) que crecimos como amigos-primos-hermanos.
En agosto de 1985, ese batallón de alegría salió a la conquista de Curimagua, estado Falcón, en unas vacaciones espectaculares. Fueron días de juegos, de compartir, de reírnos, de disfrutar de la comida, de los paseos, de la montaña que estaba detrás de la posada, de compartir desde que nos levantábamos hasta que en la noche nos acostábamos rendidos de cansancio.
El grupo se dividía entre los jovencitos y los niños más pequeños. Ya no había bebés en esa camada. Teníamos entre 6 y 15 años.
En las noches después de cenar los más grandecitos nos poníamos a jugar cartas o dominó, nos hacíamos trampas, inventábamos nuestras propias reglas, nos reíamos, nos burlábamos y nos defendíamos en perfecto equilibrio. Sin malicia. Tanto que no recuerdo ni una sola pelea entre nosotros.
Una noche se nos ocurrió colocarnos “nombres código”. El mío fue “Bola negra”, porque así le decían a un tipo en una película que hacía puros chistes malos y comentarios desacertados, y ese nombre me lo gané a pulso. Rodolfo fue “Demóstenes el chicloso” porque una noche se quedó dormido con un chicle en la boca. Edison fue “Orejitas Jack”… no hay que explicar mucho el motivo, pero él estaba contento con ese nombre, siempre sonriente… de los demás no recuerdo los apodos con claridad, pero fue parte del juego, del viaje, de la infancia.

Con Orejitas Jack crecimos viajando a las playas de Los Puertos de Altagracia, las playas de Miramar (Falcón), un paseo a la represa de Burro Negro, Los Andes, y tantos cumpleaños y fiestas familiares (con 18 miembros entre las tres familias siempre había oportunidad para reunirse). Fue una hermandad perfecta.

Así fue compartir la infancia y la juventud con él.
Había que estar ahí, en ese momento, para conocer a mi hermano Orejitas Jack como yo lo conocí. Con su eterna sonrisa




sábado, 14 de marzo de 2020

Los zapatos del pasajero


 Regresé a mi casa descalzo y “bajoniao”.
Así me dijo el fotógrafo, “estái bajoniao, ¿verdad?”
Sí. Tenía el ánimo bajito, por el piso. Estaba descalzo y mis ojos luchaban con unas lágrimas a punto de salir. Con un nudo en la garganta sólo alcancé a responder: “mucho”… mi voz no daba para más y las lágrimas le ganaron la batalla al orgullo.
Dos horas antes, cuando estaba a punto de cerrar el diario en el que trabajo, un amigo me indicaba a través de un mensaje que un autobús se estaba incendiando en la Ruta 5 Norte, que une a La Serena con Santiago. Más o menos a unos 25 minutos de recorrido.
-“Leo, prepárate, que hay un incendio y parece que está rudo”, le digo al fotógrafo, y en un instante ya enfilábamos al siniestro.
Cuando llegamos, del autobús no quedaban sino los hierros de la estructura y debajo de ellos las cenizas de lo que alguna vez fue un transporte. Los bomberos trataban de enfriar el amasijo de metales que todavía chillaba cuando los rociaban con agua fría.
Un par de metros más allá, una treintena de pasajeros en shock daba gracias a Dios por haber salvado sus vidas, pero sacaban cuentas de todo lo que habían perdido en las llamas. Todas las maletas quedaron reducidas a cenizas mojadas que todavía exhalaban vapor.
De los 38 pasajeros, poco menos de la mitad eran chilenos. Había un peruano, tres bolivianos y el resto eran venezolanos que estaban apenas llegando por tierra, después de más de 10 días de haberse despedido de sus familias.
-¿Quiénes son los venezolanos? –Pregunté. Y nos reunimos en círculo en la oscuridad de la noche, alumbrados por la intermitencia de las luces de Carabineros y Bomberos. Fue ahí cuando me empezaron a contar lo que había pasado.
-Apenas pudimos salir con lo que teníamos. Ni el equipaje de mano lo pude sacar.
-El encargado dijo: bajen rápido que el motor se está quemando, y salimos apenas con lo que agarramos.
-Yo solamente saqué la mochilita que traía.
-Se me quemó hasta la chaqueta porque no la bajé, pensé que no era pa’ tanto.
-Ahí se me quemaron los títulos apostillados, los diplomas y las cartas de recomendaciones que traía para buscar trabajo.
-Yo no pude sacar el pasaporte y hasta el pendrive donde traía el currículo digitalizado se me quemó.
-Una chama gritó: Déjenla salir a ella que va con una niña, y fue cuando me abrieron paso, porque estaba cargando a mi hija.
-Yo salí descalzo porque no creí que se fuera a quemar todo. Me había quitado los zapatos para dormir un rato…
Todos miramos sus pies y se hizo un profundo silencio.
Recordé cuando un año antes me vine en autobús desde Maracaibo e imaginé que era yo el que venía de pasajero en esta ocasión. Soy uno más de ellos. Yo duré once días para llegar a La Serena, pero estos paisanos iban a la capital chilena, lo que sería una noche más de recorrido.
No lo pensé mucho y le di mis zapatos. Yo tendría otros en mi casa. Él lo había perdido todo entre las llamas.
Carabineros los llevó a un refugio para que pasaran la noche, y a revisar su estatus migratorio, y yo pensaba que un año antes pude ser yo quien estuviera en esa situación.
-Lo peor es que varios entramos a Chile por caminos ilegales y ahora nos pueden deportar. –dijo el nuevo dueño de mis zapatos…
De regreso Leo me preguntó: -Estái bajoniao ¿verdad?”
-¡Mucho!


Roberto Rivas Suárez

sábado, 7 de marzo de 2020

Los cuatro beisbolistas


La tarde era calurosa, pero no podía ser de otra manera en Maracaibo. Aunque los espacios abiertos de la Universidad del Zulia, que antes fueran las instalaciones del antiguo aeropuerto de Grano de Oro, siempre brindaban la brisa que intentara combatir la sofocante temperatura.
Las gradas del estadio de softbol de la Facultad Experimental de Ciencias regalaban un espacio para la tertulia entre especialistas y aficionados al deporte, permitiendo conversar a la sombra del techado  disfrutando del viento que por momentos acallaba las chicharras que lloraban con la temperatura.
Esa tarde la conversación se centró en el futuro de cuatro buenos peloteros juveniles que recién se estaban forjando un nombre en el béisbol internacional, pero que eran las estrellas indiscutibles de Las Pequeñas Ligas del Zulia y de la Liga Universitaria a la que pertenecían.
Abdías Valbuena Rubio (Q.E.P.D.) periodista y narrador deportivo, gran conocedor del beisbol y del boxeo, siempre tuvo gran olfato para el deporte, no sólo desde el punto de vista del rendimiento en la cancha sino desde el comportamiento fuera de ella.
Rafael Rivas Rodríguez, jugador de la tercera base en sus tiempos de juventud y entrenador de gran trayectoria en el mundo del béisbol menor tenía una duda con respecto a los cuatro peloteros y sólo la experiencia de Abdías –y el tiempo- podrían responderle.
Eran los primeros años de la década de los 80, y los peloteros de la Pequeña Liga de Béisbol Universitaria (la que luego tomara el nombre de LUZ Maracaibo) que fueron firmados por equipos profesionales eran Jhonny Paredes, Marcos Campos, Fernando Soto y Mario Labastidas.
“Yo le pregunté a Abdías por el futuro de esos cuatro jugadores de la Liga Universitaria, y él así me los enumeró:
-Primero Jhonny Paredes, tiene unas muy buenas condiciones para llegar a las mayores, pero es muy desordenado y demuestra poca seriedad en el trabajo.
-Segundo: Fernando Soto, outfielder que tiene unas condiciones grandes, pero es de familia adinerada y no creo que aguante los entrenamientos, porque le van a exigir mucho y no está acostumbrado a mostrar humildad.
-Tercero: Marcos Campos, lanzador de tremenda velocidad y grandes recursos, pero con muy poco amor al juego y es demasiado rebelde, no todos los entrenadores le aguantarán su carácter.
-Y cuarto: Mario Labastidas, de los cuatro jóvenes quizás es el que menos condiciones tiene, pero éste ha de permanecer bastantes años en el béisbol porque es muy disciplinado y le agrada jugar.
Con ese presagio me fui a la casa, pensando en el futuro de los cuatro beisbolistas”, contaría Rivas.
El tiempo se rendiría ante las palabras de Abdías.
Paredes ciertamente llegó a las Grandes Ligas jugando la segunda base con los Expos de Montreal y los Tigres de Detroit, pero se mantuvo sólo por tres años y luego pasó una temporada en Japón.
Soto jugó diez temporadas en Venezuela, casi todas con las Águilas del Zulia, aunque terminó su carrera con los Tigres de Aragua. Con 1300 turnos al bate alcanzó un average de .246 pero no alcanzó a jugar en las Grandes Ligas.
Campos jugó siete temporadas con las Águilas del Zulia, con 49 apariciones y 15 juegos como abridor, dejó registro de 2 ganados y 10 perdidos, y allí se quedó, tal como dijo Valbuena.
Y así como lo predijo Abdías, Labastidas se mantuvo jugando por trece temporadas con las Águilas del Zulia y luego pasó a formar parte del personal técnico siendo coach de tercera por muchos años, hasta la actualidad cuando el equipo rapaz alcanzó la postemporada en 2020. Además es el mánager del equipo juvenil zuliano en la Liga Paralela y del equipo semiprofesional de Bologna, Italia.
Valbuena sabía que el deporte no sólo se trata de condiciones físicas y velocidad, se juega con actitud y con pasión, se permanece con humildad y deseos de aprender de los que saben, y se gana con disciplina y esfuerzo.

---
-Abdías Valbuena Rubio fue periodista, narrador y comentarista deportivo. Destacó además por ser un gran dirigente deportivo en el estado Zulia.
-Rafael Rivas Rodríguez, está retirado pero fue entrenador de béisbol y dirigente deportivo con diversos reconocimientos regionales.
Hoy dos estadios de la Liga de Béisbol LUZ Maracaibo –en el Complejo Polideportivo Luis Aparicio- llevan el nombre de este par de legendarios hombres del deporte.

Roberto Rivas Suárez
Marzo 2020