lunes, 5 de febrero de 2018

Cuando apago el televisor

De la serie: Hablando con todo

Con noches de soledad y con un televisor que sólo sintoniza unas cuantas señales abiertas –en un mundo satelital- no es mucho lo que uno se puede entretener. Paso de un mal programa de opinión donde discuten la doble moral de un político que no conozco, a otro peor de farándula donde debaten si la mala suerte de una actriz, quien tampoco conozco, se debe a influencias paranormales o a su completa falta de talento.
Hace una semana hice lo mejor que pude hacer: ¡apagué el televisor!
Pero no fue lo mejor sólo porque sentía que el aburrimiento me amarraba a la silla, o porque consideraba  que el poco nivel cultural de los programas atentaban contra cualquier nivel de inteligencia, sino por lo que vendría después.
Al apagarlo y quedar la pantalla en negro, los parlantes del televisor siguieron sonando. Unos billetes con alitas fue lo primero que imaginé por tener que llamar a un técnico para que lo revisara, pero al ver mi cara de asombro-tristeza, el mismo televisor me dijo: “no llames a un técnico, que si me reparan, me dañan”.
Ahí comencé a entender, o creer que entendía. De verdad el televisor me hablaba. Es que yo hablo con las cosas y ellas me explican su situación, lo que no me esperaba es que siendo un televisor tan viejo y desgastado, tuviera tanta energía para conversar aun después de apagado.
-Es que cuando no estoy encendido estoy viendo Discovery Channel o National Geografic”
-¿Y por qué tú puedes ver esos canales, y a mí me reduces a canales nacionales de televisión abierta?
-Porque cuando estoy apagado me concentro y puedo captar otras señales
En ese momento pensé que el televisor estaba loco… ¡y que captaba señales! Eso es de dementes, pero yo seguí hablando tranquilamente con él, porque ciertamente era un aparato con mucha altura cultural, con quien se puede conversar igual sobre política mundial o turismo ecológico, como de avances de la ciencia o hasta los más curiosos hallazgos arqueológicos.
Desde ese momento en las noches lo enciendo un rato para que sepa que ya llegué, y luego lo apago para conversar un rato. Aunque todavía pienso que el televisor está un poco chiflado, siempre es grato conversar con él cuando lo apago.

jueves, 1 de febrero de 2018

Me olvidaron en una fría baranda

De la Serie: Crónicas Ovallinas
 Publicadas los domingos en El Ovallino
www.elovallino.cl


Desde que me cerraron no me visitaron más, tengo la impresión que la pareja que puso sus  esperanzas en mi fortaleza y sus iniciales en mi costado, terminó en una pelea y no recuerda que yo soy el símbolo de su unión.
Lo peor no es la incertidumbre de saber si mis dueños me recuerdan, o si de verdad siguen siendo una pareja. Lo que me mata es la soledad de esta baranda. Si al menos me hubiesen cerrado junto a los demás, yo tendría con quien hablar, pero me dejaron aquí, triste, solo y cerrado, mientras que en las barandas de arriba y las del frente hay más de doscientos candados acompañados y alegres.
Me carcome la envidia al ver como los niños juegan con los candados del frente, corriéndolos de un lado al otro como si fueran las cuentas de un ábaco. Me parte el alma cada vez que unos pololos traen a un colega y buscan una ubicación privilegiada. “¡No dejes que te cierren! -le grito-¡Utiliza tus resortes con todas tus fuerzas!”… pero cuando escucho el “clic” del cerrojo, ya nada se puede hacer.
Mis hermanos y varios de mis compañeros de ferretería deben estar trabajando ahora en cargos importantes. Quizás están cerrando el portón de alguna granja o trancando la puerta de un alcalde o empresario importante. Incluso mi hermano menor cuida la bicicleta de un niño, mientras yo recibo el sol y las inclemencias de la intemperie día a día.
Si tan solo me hubiesen cerrado en el puente de Las Artes de París o en Los Árboles del amor del puente Luzhkov en Moscú, al menos tendría la esperanza de salir en los reportajes de la National Geografic.
Hubiese preferido que me fraguaran en un cuchillo o algo más útil, cuando todavía era un metal maleable y al rojo vivo ¡Pero no! Me dieron forma de candado y ahora estoy acá en La Plaza de Armas esperando que la dueña traiga la llave para abrirme y llevarme a alguna puerta.
¡Qué triste mi vida! Mi única esperanza para hacer algo distinto es que el óxido se coma mis engranajes y pueda por fin, caer al agua.